Un trenzador criollo

Un trenzador criollo

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 La historia de don Braulio Cos, artesano del cuero,  residente en Tapalqué,  nos la cuenta, Dora Elena Lestani en la Revista Folklore Nº 156 (16/1/1968)

Oficio fundamental en la fabricación de elementos necesarios para ciertos  trabajos en el campo, perduran aún,  buenos artesanos a lo largo y ancho del país.

Don Rafael Bueno era otro buen guasquero que contaba en la redacción de la Revista,  las bondades de Oscar Banfi , de Marcos Paz, especializado en soga fina .En Folklore Nº 310 (Noviembre de 1980)

En Revista Nº 303 (Abril de 1980), anunciaban que se había realizado en Ojo de Agua (Santiago del Estero ) la llamada “Fiesta de Los Trenzadores” como homenaje a los afamados artesanos del cuero de la zona.

Luego, la Fiesta paso a llamarse  “Fiesta Nacional del Artesano” pero en La Laguna, Piedra Blanca y otros parajes del departamento de Ojo de Agua hay en la actualidad unos 150 artesanos sogueros que mantienen viva esa tradición .

El Diario El Liberal en sus ediciones del 5 y 6 de mayo de 2018 se refería a dicha actividad artesanal aclarando que la alternan como peones golondrinas en otros trabajos rurales.

En este  PDF se han reunido dichas notas .

Trenzadores De Ojo de Agua. Diario El Liberal

Varias canciones aluden a la tradicional artesanía y hemos elegido la poesía-milonga de León Benarós recitada por Chacho Santa Cruz en su obra “Gente criolla ,Oficios y trabajos camperos”

Podemos escucharla

O leer ese poema que León Benarós dedicara al Comodoro Juan José Güiraldes

El trenzador Leon Benarós

Pero si hay una descripción de un viejo trenzador y su trabajo , esa  está en el relato de Ricardo Güiraldes contándonos la historia de Crisanto Nuñez, incluida en su libro  “Cuentos de muerte y de sangre” editado en 1915

TRENZADOR

Núñez trenzó, como hizo música Bach, pintura Goya, versos el Dante.

Su organización de genio le encauzó en senda fija y vivió con la única preocupación de su arte.

Sufrió la eterna tragedia del grande. Engendró y parió en el dolor según la orden divina. Dejó a sus discípulos, con el ejemplo, mil modos de realizarse, y se fue, atesorando un secreto que sus más instruidos profetas no han sabido aclarar.

Fueron para el comienzo los botones tiocos del viejo Nicasio, que escupía los tientos has hacerlos escurridizos. Luego otras, las enseñanzas de saber más complejo.

Nuñez miraba, sin una pregunta, asimilando con facilidad voraz los diferentes modos, mientras la Babel del innovador, trepaba sobre sí misma, independientemente de lo enseñable.

Una vez adquirida la técnica necesaria, quiso hacer materia de su sueño. Para eso se encerró en los momentos ociosos y en el secreto del cuarto; mientras los otros sesteaban, comenzó un trabajo complicado de trenzas y botones que vencía con simplicidad.

Era un bozal a su manera, dificultoso en su diafanidad de ñanduti. A los motivos habituales de decoración, uniría inspiraciones personales de árboles y animales varios.

Iba despacio, debido al tiempo que requería la preparación de los tientos, finos como cerda, a la escasez de los ratos libres, a las puyas de los compañeros, que trataba de eludir como espuela enconosa, llevadera a malos desenlaces.

¿Qué haría Nuñez, tan a menudo encerrado en su cuarto?

Esa curiosidad del peonaje llegó al patrón que quiso saber.

Entró de sorpresa, encontrando a Nuñez tan absorbido en un entrevero de lonjas, que pudo retirarse, sin ser sentido.

Al concluir la siesta, mandóle a llamar, encargándole, irónicamente, compusiera unas riendas, en las cuales tenia que echar cuatro botones, sobre el modelo inimitable de un trenzador muerto.

Al día siguiente estaba la orden cumplida. La obra antigua parecía de aprendiz.

Fue un advenimiento.

Así como un pedazo de grasa se extiende sobre la sartén caldeada, corrió la fama de Nuñez.

Los encargos se amontonaron. El hombre tuvo que dejar su trabajo para atender pedidos. Todos sus días, a partir de entonces, fueron atosigados de trabajo, no teniendo un momento para mirar atrás y arrepentirse o alegrarse, del cambio impuesto.

Meses más tarde, para responder a las exigencias de su clientela, mudóse al pueblo donde mantuvo una casa, suficiente a sus necesidades de obrero.

Perfeccionábase, malgrado lo cual una sombra de tristeza, parecía empañar su gloria.

Nunca fue nadie más admirado.

Decíanlo capaz de trenzarse un poncho tan fino, tan flexible y sobado como la más preciada vicuña. Remataba botones con tal perfección que hacía temer brujería; ingería costuras invisibles, le nombraban como rebenquero.

La maceta de sobar era parte de su puño, el cuchillo prolongación de sus dedos hábiles.

Entre el filo y el pulgar salían los tientos, que se enrulaban al separarse de la lonja.

Aleznas de diferentes tamaños y formas, asentaban sus cabos en el hueco de la mano, como un nicho habitual.

Humedecía los tientos, haciéndolos patinar entre sus labios, después corríalos contra el lomo del cuchillo, hasta dejarlos dúctiles e inquebrables.

Corre también, que poseyó una curiosa yegua tobiana. Cada año le daba un potrillo oscuro y otro palomo. Nuñez los degollaba a los tres meses para lonjearlos, combinando luego, blancos y negros, en sabias e inconcluibles variaciones, nunca repetidas.

Durante cuarenta años, puso el suficiente talento, para cumplir lo acordado con el cliente.

Hizo plata, mucha plata; lo mimaron los ricachos del partido, pero hubo siempre una cerrazón en su mirada.

Viejo ya, la vista le flaqueaba a ratos y no alcanzó a trabajar más de cuatro horas al día. Cuando insistía sobre el cansancio las trenzas le salían desparejas.

Entonces fue cuando Nuñez dejó el oficio.

El pobre, casi decrépito, pudo al fin disponer, libremente, de su vida.

No quería para nada tocar una lonja, y evitaba las conversaciones sobre su oficio, hasta que de pronto, pareció recaer en niñez.

Le tomó ese mal un día que por acomodar un ropero, dio con ese bozal que empezara en sus mocedades. El viejo, desde ese momento perdió la cabeza; abrazo las guascas enmohecidas, y olvidando su promesa de no trenzar más, recomenzó la obra abandonada cincuenta años antes sin dejarla un minuto, en detrimento de sus ojos gastados y de su cuerpo, cuya postura encorvada le acalambra.

Cada vez más doblado, en la atención fatal  de aquel trabajo, murió don Crisanto Nuñez.

Cuando lo encontraron duro y amontonado sobre sí mismo, como peludo, fue imposible arrancarle el bozal que atenazaba contra el pecho con garras de hueso. Con él tuvieron que acostarlo en el lecho de muerte.

Los amigos, la familia, los admiradores, cayeron al velorio, y se comentó aquella actitud desesperada con que oprimía el trabajo inconcluso.

Alguien, asegurando era su mejor obra, propuso cortarle al viejo los dedos para no enterrarle con aquella maravilla.

Todos le miraron con enojo “cortar los dedos a Núñez, los divinos dedos de Núñez”.

Un recuerdo curioso e indescifrable queda del gesto de zozobra con que el viejo oprimía lo que fue su primera y última obra. ¿Era por no dejar algo que consideraba malo?.

¿Era por cariño?

¿O simplemente el pudor de artista, que entierra con él la más personal de sus creaciones?.

 RICARDO GÜIRALDES- CUENTOS DE MUERTE Y DE SANGRE- 1915

Hasta el próximo lunes